Te sentaste en aquella mesa, tratando de buscar respuestas
en el fondo del vaso de bourbon, ese nunca fue un buen lugar donde buscarlas, siempre
suele servir sólo para encontrar más preguntas.
La respuesta la tienes
enfrente, bajo la falda de la pelirroja que no te quita ojo desde la mesa del
fondo.
No entiendes que no tiene sentido preguntarte el motivo por
el que se marchó, mientras por el pasillo de tu casa siguen desfilando cada noche
unas piernas diferentes a las de la noche anterior, con destino a tu cama.
Te la imaginas con otro, entre las sabanas negras y a la luz
de las velas con las que decoraba su habitación, te imaginas como la toca,
aprietas el vaso, casi a punto de romperlo, se te revuelve el estomago y te
entran ganas de vomitar.
La pelirroja sigue mirándote, despejas tu mente clavando tu
mirada en la suya, ahora ya se ha fijado en tus ojos verdes, tienes más de
medio camino hecho.
Ella vuelve, te la
imaginas gimiendo, susurrándole a ese desconocido palabras de amor al oído.

Mientras lo hace, te enciendes un cigarro y vuelves a
recordarla, peinándose, frente al espejo del baño, diciendo algo sobre un viaje
a Venecia, algo que nunca llegó a suceder. Las ganas de vomitar se vuelven
insoportables, pero en ese momento la pelirroja ya está sentada a tu lado. Otra
boca, una más.
Algún día encontraré la forma de que vuelva, piensas, antes
de centrarte en otro escote, uno más. Comienza la función.
-Y tú, princesa ¿Cómo dices que te llamas?
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