martes, 24 de julio de 2012

Tarde es tarde...


Se sentaba cada mañana en el mismo banco de aquel parque, le gustaba ver pasar a la gente, ver sus caras e imaginar sus vidas.

Así, decidió, que la chica que cada mañana corría con cara de sueño, en realidad sólo lo hacía para poder sudar todo el asco que le causaba la saliva de las bocas a las que tenía que satisfacer en aquel tugurio, situado en la otra punta de la ciudad, en el que perdía, cada noche,  la belleza, la inocencia y la juventud.

También imaginaba que el señor con el sombrero, que paseaba a aquel anciano perro pulgoso, en realidad sólo lo utilizaba para huir un rato cada día de aquella vida cargada de decepciones y mentiras, tratando, en esos paseos en círculo alrededor de la laguna, olvidar la desesperación que le causaba el arrepentimiento de no haber vuelto a ese puerto de mar, a buscar al amor de su vida, cuando tuvo la ocasión hacerlo.

Y otro ejemplo, la mujer, entrada en años, tremendamente maquillada y cada día con una minifalda diferente, que dejaba a sus hijos en el colegio y a su marido ocupado, como siempre, con algún asunto importante, más importante que ella, y así llegaba al parque, cada mañana, con intención de recuperar los años perdidos entre pañales y biberones, encontrándose con aquel jovencito, que no debía tener más de 21 años y que se comía el mundo, más ahora que podía contar a sus amigos como engañaba a una cincuentona, que aún conservaba  el cuerpo de sus 25 y ellos, al oír esas historias, no podían disimular su envidia.

Imaginaba lo que sentían o pensaban cada día, por las caras con las que llegaban inventaba una nueva historia de lo que les había ocurrido el día anterior, siempre trágico.

Tenía mucho imaginación, también siempre supo que esas historias sólo eran eso, imaginación.

Hasta que un martes de octubre apareció, pensó que era de esas personas que por mera casualidad pasaban por el parque un día y nunca se las vuelve a ver por allí, trató de no darle mucha importancia, pero a la mañana siguiente, a la misma hora, ella estaba en ese mismo lugar otra vez y así durante cada día de esa semana y la siguiente y la siguiente…

Dejó de imaginar, ya no se preocupó más por el resto de los personajes de aquel extravagante cuento que su cabeza había formado a lo largo de los años.

Verla cada mañana comenzó a volverse una obsesión, nunca quiso imaginar su vida, no quería que sus macabras ideas estropearan aquel halo de pureza que la rodeaba pero, el motivo principal por el que no quería imaginarla, era que quería vivirla, ser parte de aquella vida.

Pasaron meses, sólo podía pensar la forma de hablarle y aquello no podía continuar así. Lo preparó todo, el martes de la semana siguiente fue el día elegido, se pasó toda la semana pensando como lo haría, le saludaría, le diría algo, le confesaría que llevaba meses  viéndola pasar por su lado y le invitaría a un café.  

Así, entre esos pensamientos la semana pasó rápidamente  llegó el gran día, no había podido dormir la noche anterior. Se arregló, mucho más de lo habitual y bajo a su banco a esperarla.

Los nervios le comían por dentro, las manos le sudaban y no estaba muy seguro de poder levantarse sin que sus piernas fallaran en el intento, ella llegó y en un alarde de valentía y decisión se levantó y comenzó a acercarse lentamente, entonces sucedió, el sonido de un disparo acabó de un plumazo con la tranquilidad del parque, sus nervios hicieron que no se diera cuenta de lo sucedido, para cuando fue consciente, ella le sostenía la mano y gritaba pidiendo ayuda, el disparo le había alcanzado, por la espalda, trató de decir algo pero no fue capaz.

Una patrulla de policía, que se encontraba en el lugar, había reducido al marido de la mujer de la minifalda, al que la ira y los celos habían cegado la razón, después de que alguien le confesara que su mujer se encontraba con su amante, alguien más joven, cada mañana en ese parque.

En ese tiempo él no pudo hacer nada más que mirarla y arrepentirse de no haberle hablado meses atrás, ahora no era capaz de articular palabra, con esa idea en su cabeza y su mirada fija en sus ojos, su cuerpo perdió las fuerzas.

La ambulancia llegó tarde, como él.

lunes, 23 de julio de 2012

Al fondo, a la izquierda...


Te sentaste en aquella mesa, tratando de buscar respuestas en el fondo del vaso de bourbon, ese nunca fue un buen lugar donde buscarlas, siempre suele servir sólo para encontrar más preguntas.

La respuesta la tienes enfrente, bajo la falda de la pelirroja que no te quita ojo desde la mesa del fondo.
No entiendes que no tiene sentido preguntarte el motivo por el que se marchó, mientras por el pasillo de tu casa siguen desfilando cada noche unas piernas diferentes a las de la noche anterior, con destino a tu cama.

Te la imaginas con otro, entre las sabanas negras y a la luz de las velas con las que decoraba su habitación, te imaginas como la toca, aprietas el vaso, casi a punto de romperlo, se te revuelve el estomago y te entran ganas de vomitar.

La pelirroja sigue mirándote, despejas tu mente clavando tu mirada en la suya, ahora ya se ha fijado en tus ojos verdes, tienes más de medio camino hecho.

Ella vuelve, te la imaginas gimiendo, susurrándole a ese desconocido palabras de amor al oído.

No puedes más, te levantas y caminas lentamente hacia la barra, tratando de borrar esa imagen de tu cabeza. Le pides un papel y un boli al camarero, escribes algo y se lo das, le dices que se lo lleve a la mesa, junto con otra copa de lo que sea eso rojo, como su pelo, que está tomando y ya que está, que a ti te rellene el vaso.

Mientras lo hace, te enciendes un cigarro y vuelves a recordarla, peinándose, frente al espejo del baño, diciendo algo sobre un viaje a Venecia, algo que nunca llegó a suceder. Las ganas de vomitar se vuelven insoportables, pero en ese momento la pelirroja ya está sentada a tu lado. Otra boca, una más.


Algún día encontraré la forma de que vuelva, piensas, antes de centrarte en otro escote, uno más. Comienza la función.

-Y tú, princesa ¿Cómo dices que te llamas?